ALGO CAMBIÓ: ¿CAMBIAREMOS?
Brian

Mientras yo le acercaba libros y pelis, ella me respondía con series, celu y plazas. Mientras yo le explicaba, ella ya lo había hecho; mientras hablaba de cuidados, ella ya sabía lo que era un despojo. Mientras yo le charlo de libertad, ella la ejerce sin tanta bandera.

Eduqué a mi hija para una invasión zombie, Diego Valeriano

Hasta ayer, participar en una marcha podía llevarte a una comisaría, pero no a un penal. Algo cambió.

Brian Ortiz fue uno de los 33 acusados de terrorismo el 12 de junio. No por ejercerlo en Palacio frente a otra ley en beneficio de cada vez menos, sino por protestar contra ella.

Integrantes del centro de estudiantes al que pertenece Brian, desde el día posterior a su captura, hicieron lío: semaforazo, ruidazo, carteles de alarma en vía pública y redes. El profesorado Abuelas de Plaza de Mayo, donde estudia Brian, tembló, y quienes tomaron el micrófono, junto a la hermana de Brian y sus padres, presentes en el acto improvisado en las puertas del instituto cuando poco se sabía de él, fueron los pibes, no nosotros, los docentes. “Volvió el terror, los presos políticos, y el miedo es lo que viene: hay que hacer algo o no va a quedar nada en pie”, vaticinaron.

Proponían que a la tibieza ni cabida. ¿Cómo que hay docentes en clase mientras un estudiante cae en un penal culpado de terrorismo por asistir a una marcha?, preguntaban. ¿Cómo que hay pibes preocupados si les pasan falta en este día en que todo tiembla y ellos no?, insistían.

Ese viernes era día de otra jornada docente dispuesta, como tantas, a cambiarlo todo para que nada cambie. El profesorado, con directivos a tono con el conflicto, devino asamblea. Hecha a un lado la jornada, pibes y pibas nos quemaron los papeles, acostumbramos hace tiempo al recule, al parche, al no hagan olas en años en que la derecha gana la agenda, también la educativa. Atrás quedaron pedagogías del amor y políticas de cuidado, prédica emocional y neoliberal con la que dejamos indemnes a estudiantes sin ganas de ir al colegio, al menos al secundario, según manifiestan tasas de deserción y caras largas.

A veces la realidad enseña –más que los docentes, muchas– y los pibes, banda. Los del profesorado, se diría, nos contuvieron (y no a la inversa) y fueron más allá. Son más pillos de lo que creemos.

La historia da saltos y quiebres inesperados. Todo venía bien hasta que un día aparece Cristo, otro, Juana de Arco, y otro, un tal Juan Domingo Perón, y te vuelan el calendario al demonio. Cuando escuché hacer preguntas razonables que sonaban altisonantes en esta mansedumbre de tantos años, flashié 2001, en menor escala, claro, pero pensaba en aquella gesta y me entusiasmaba no ver a mi generación involucrada.

El cambio vino desde el último orejón del tarro de la educación, desde pibes y pibas que parecían darnos una lección, lo cual no es fácil de asumir para los docentes, no vaya a creerse, eso de bajar el copete, sentarnos en un pupitre y tomar notas; porque hasta ayer nomás ser profe era confiar en la propia experiencia, en el saber acumulado y en que valía la pena lo que tenemos para decir.

Bueno, no. Ya no vale lo que valía cuando la cultura del libro y del conocimiento no había sido reemplazada por este terraplanismo, esta ignorancia y apatía celebradas.

Algo cambió.

 

 

reclamos
reclamos

Las iglesias murieron, doña.

Cuando acecha la maldad, Demian Rugna

 

El cambio es previo a Milei, previo también a que en un ministerio se cuelgue un cuadro de Perón aunque en él se dediquen a repartir polenta. La democracia, el Estado, la escuela y más de un sostén están rotos hace tiempo.

El avance de la libertad trae, otra vez, política de shock y nuevos vivas a la dictadura; repetición de espanto, pero también alertas de las tantas desatendidas.

¿Otras? Milagro, presa; Santiago Maldonado, reaparecido por arte de magia, muerto; Cristina, gatillada, y siga, siga. El 50% de los pibes, pobres; la mitad de los laburantes, sin vacaciones, aguinaldo ni obra social. ¿El Estado? Arrodillado a las corporaciones, incluida la sojera, a la que le entregamos suelo y salud hace rato. ¿La escuela? Hospital de día de futuros desocupados [1]. ¿La familia? En extinción. ¿Cafés, básicas, cines, plazas y otros lugares de reunión y agite? Cerrados por pantalla. ¿Un oficio que dé orgullo y sentido? Reemplazado por máquinas; en breve, para beneplácito de la derecha, incluso el de docente.

Es el siglo XXI en el globo, pero parece el XII o XIII en Europa: todo se derrumba, no hay palo en qué rascarse, y para peor, no asoman sostenes de recambio.

Entre tantos que ocupamos un lugar irrelevante en el nuevo siglo, los docentes sabemos de este cambio. La escuela ya no educa. Lo hace un youtuber, un tick-toker, un influencer, que destruyen todo lazo y hacen (¿sin saberlo?) que al ciudadano, que sabía de derechos pero más de obligaciones, lo reemplace un consumidor de pasta base digital.

Los primeros que avisan del cambio son pibes y pibas –las tasas de depresión juvenil en aumento exponencial son índice–, incluso quienes votan a Milei y quieren que todo explote. “La ven”.

Mientras unos tiran del mantel y nosotros la toalla, hay en un profesorado del Conurbano pibes y pibas dispuestos a hacer a un lado parches en reversa e ir al frente. A excepción de alguna vez, que los convocamos para que decidan lo que nosotros no (¿qué sanción ponerle a un pibe que le quemó el pelo a la docente?, ¿cuándo quieren que les tomemos examen: hoy, mañana, nunca?), los docentes solemos no confiar ni escucharlos; mucho menos para cambiar en serio las cosas. Como papis y mamis de chat, nos quejamos: no nos escuchan, no leen y, para peor, no creen en lo que creemos.

No creen porque no hablamos la misma lengua. Es lo que nos cuesta aceptar, este quiebre, que no es el de la brecha generacional, lógica, sino el de un mundo que no terminamos de dar por muerto y ellos sí.

compañeras
compañeras

Es lento pero viene.

Marcelo Valko

Brian Ortiz sabe que estamos hechos de capas de pasado, negadas incluso, pero presentes, a veces de modo esperpéntico como estos ‘90s que no terminan de irse y este Medioevo al que volvemos sin coraza. Por eso estudia para ser profe de Historia, para darle espesor al presente perpetuo de la pantalla y cambiarlo algún día.

Es miembro del Movimiento Estudiantil por la Memoria, nombre del centro de estudiantes que despertó a un colectivo despolitizado como la mayor parte de la sociedad, salvo los arrastrados por el odio ante esta vida más rota, los que, otra vez, optaron por una salida ultra.

Si opta por ser profe (“algún día puedo ser profe de tus hijos”, les dijo a los canas mientras lo arrastraban), es porque cree que la escuela puede ser algo más que este aguantadero en que, con las mejores intenciones, mucho trabajo y más recursos, la hemos transformado.

Hecho a un lado el paradigma neoliberal que sostiene nuestra educación, incluido el diccionario del desahucio (¿“inclusión con calidad”?, ¿“estudiante itinerante”?; esto no puede salir bien), no hay que inventar la pólvora, menos en un país que tuvo una escuela pública modelo. Si hasta Francia recula en chancletas en educación en estos años, reponiendo lo que funcionaba no hace mucho, ¿por qué no hacerlo nosotros? Cuando la derecha es más anti-sarmientina que nunca, cuando el país está en manos de un modelo contrario al ideario emancipador del liberalismo, volver a Sarmiento sería un acto revolucionario, y reponer la ley 1.420, más todavía.

El paraíso perdido de este inmenso Conurbano en que transformamos a la Argentina no es sólo el del liberalismo de la Revolución de Mayo o al que debemos la escuela pública. Hay algo más por rescatar del pasado. En los cortes de calle, pibes y pibas del centro de estudiantes cantaban: “¡Llamen al gorila de Milei, para que vea, que este pueblo no cambia de ideas, lleva las banderas de Evita y Perón!”.

Sanitarista pionero, Ramón Carrillo, a quien no le caía simpático que las vacas tuvieran ministerio y el pueblo enfermo no, dio vuelta como un guante la salud pública. Fue modelo de un Estado Benefactor vigoroso, hoy muerto. Hecho el sepelio de ese Estado, enterrado el del capitalismo industrial en el que el peronismo hizo feliz al pueblo, ¿por qué no tomarlo como modelo para refundar la educación en este nuevo contexto? ¿Por qué seguir entregándosela a burócratas que no pisan un aula y a fundaciones que dan vergüenza?

La derecha tomó en serio el apocalipsis hace rato. No es tarde. Partamos del sujeto desfondado; de esta post-democracia, el paraíso del establishment; y de la pantalla como prisión portátil y tabula rasa. Volvamos donde tomamos el camino equivocado, y si retomamos la educación como instancia transformadora bajo el ideal de justicia social, y le encontramos un sentido más noble del que tiene la escuela en este capitalismo de plataformas, quién dice un día Brian tenga un mejor escenario para dictar sus clases.

Brian no tuvo la culpa de pertenecer a la “generación no engendrada”, abandonada por adultos que en las últimas décadas defeccionamos de la obligación de educar (la idea es de Dufour). No lloriquea como mi generación, una de las responsables. Por eso creo más en la generación de Brian que en la mía. No por demagogia, sino simplemente porque nosotros tenemos miedo de asumir el costo político de decir “hasta ahora hicimos todo mal”. Para peor, escroleamos más y hacemos menos.

¿Cuándo un cambio nos cambia? Cuando duele. A estos pibes y pibas les duele el apocalipsis. Y están a la altura. Cuando no son convidados de piedra, se nota en el aula, que a veces suena como banda de rock o asamblea en la que hay muchos dispuestos a cambiar algo. Por eso la derecha teme a las aulas tanto más que a los docentes. Más que nosotros, la derecha sabe del potencial político que hay en un aula. ¿Nos daremos cuenta?

Hay pibes y pibas que están más vivos que nosotros. Son banda. Sin sermones, con idéntica confianza a la del querido Marcelo Valko, propongo que los escuchemos. Hay muchas chances de que esto cambie. Más pronto que tarde.

[1] La foto cruel es de Dany-Robert Dufour en El arte de reducir cabezas. Sobre la nueva servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo total (2007).

FUENTE: EL COHETE A LA LUNA

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