Demagogia punitiva
Tigre y león.

El asesinato del joven Fernando Báez Sosa en manos de diez rugbiers nos coloca de frente a varios problemas: la violencia juvenil, la falta de valoración del derecho a la vida, los códigos y la formación de identidades en el ámbito deportivo; como asimismo a nuestra respuesta como sociedad que  entiende a la  venganza como forma de resolver los conflictos.
  “Que se pudran en la cárcel, qué los violen, que los caguen a palos”; es lo más leído en las redes respecto al castigo que deberían recibir los rugbiers por el crimen de Fernando. Hace unos días un artículo de INFOBAE viralizaba un video en el cual un grupo de presos les decían  “los estamos esperando”; de alguna manera prendiendo la mecha en los discursos que proclaman la venganza, los castigos corporales y las torturas como respuesta al delito. Desde ya que los culpables deben ser condenados y recibir una pena; pero siempre siguiendo los carriles del debido proceso, la defensa en juicio y  en  pleno goce de las garantías constitucionales. Resulta peligroso asumir y naturalizar que la cárcel, lejos de cumplir una función resocializadora, constituya  un foco de mayor violencia  que conceda  nulas posibilidades de inclusión.
  “El que mata, tiene que morir”. Allá por el año 1750 A.C, es decir hace casi cuatro mil años, se sancionó la “Ley del Talión”, inscripta en el Código de Hammurabi. Se dice que esta ley es la primera aproximación a la justicia porque le puso un límite a la venganza. El “Ojo por ojo diente por diente”, impuso  el principio según el cual entre el castigo y la agresión debía existir una relación de equivalencia.   Con la llegada de la Ilustración, el autor Cesare Beccaria,  en su obra “De los delitos y de las Penas” (1764),  sienta las bases del derecho penal moderno:  la igualdad ante la ley, el juez natural, la defensa en juicio; y la pena como función resocializadora. Expone que la tortura y los tratos crueles son además de inhumanos, inútiles para la sociedad. A contramano de cómo se entendía al castigo en el medioevo y en la edad moderna donde  los mismos consistían en azotes y tormentos,   y la tortura el método para “arrancar” confesiones.
 Nuestra Constitución Nacional, fiel a esos principios dice en el último párrafo de su artículo 18: “…Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para la seguridad y no para castigo de los reos detenidas en ellas, y toda medida  que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que lo autorice”. Claramente nuestra Carta Magna adhiere a la teoría de la función resocializadora de la pena, por ende las cárceles deberían lograr que quienes cumplan una condena salgan preparados y con las herramientas necesarias para vivir en sociedad. Superpoblación carcelaria, hacinamiento, falta de salubridad, violencia extrema, pocos espacios de contención, tratos crueles, inhumanos y degradantes, aislamiento: todos problemas de nuestro sistema carcelario que poco lugar dejan a que una persona salga en mejores condiciones físicas, morales y psicológicas que antes de ingresar a un penal. 
  Ante esta situación y sin minimizar el terrible homicidio cometido por los rugbiers en Villa Gesell: se ha privado a un joven de 19 años del derecho más elemental cual es el derecho a la vida; por lo que los autores del hecho deben cumplir una pena ejemplar; eso no es justificativo de que como sociedad respondamos a la violencia con más violencia.  Ya hemos superado aquella etapa del “ojo por ojo” y debemos pensar en un derecho penal más preventivo que retributivo. Este hecho aberrante nos deja en evidencia que algo anda mal en la sociedad, porque el caso no es aislado y nos conduce a preguntarnos en como llegamos a  que chicos de 18, 19 y 20 años puedan ser portadores de tanta violencia. Se ha hablado de los códigos en el rugby, de los ritos de iniciación, de formas de demostrar hombría, de machismo, de odio de clase. Nunca un fenómeno se produce por una sola causal; pero no podemos pasar por alto que hace un tiempo se ha venido instalando en nuestro país un discurso donde el otro pasa a ser un objeto de desprecio. Cuando el ex candidato a vicepresidente Miguel Ángel Pichetto decía que los inmigrantes de países limítrofes eran una “lacra social”, cuando el mismo ex presidente Macri se abrazaba con el policía Chocobar y se habilitaba a matar por la espalda, asimismo cuando ciertos operadores mediáticos arengaban a favor del odio de clase: todo eso apuntalaba a pensar al otro como un ser inferior, sin calidad de sujeto de derechos. Si un gobierno llegó a tratar a las clases humildes como basura, llegando al extremo de quitar sus pensiones a los discapacitados, no debe resultar sorprender que ese odio se proyecte y se concrete en actos violentos contra determinados jóvenes.
    Aclaro, no se trata de justificar en lo más mínimo lo sucedido sino de hacernos responsables acerca de la juventud que generamos, de entender que los discursos discriminatorios, los prejuicios, las políticas que tienden al individualismo, la exaltación de la meritocracia y a la ausencia del Estado; tienen resultados muy nocivos. Pidamos justicia, pero no respondamos con más violencia, no celebremos que en las cárceles se viole, se lastime o se mate, que sean depósitos para personas irrecuperables . Pensemos en cómo podemos generar una juventud más empática, con más educación, con menos prejuicios y sobre todo con más conciencia sobre los derechos humanos.

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