Sentirse un pelotudo
Brandoni

Editorial del programa de radio "No estoy solo" publicado en el blog del autor

 

Nada se puede imponer, nada se acata: 30 conchetos de un country que creen que “escrúpulo” es un parásito del alacrán, impiden a un tipo que estuvo más de 4 años preso sin condena que cumpla prisión domiciliaria en su casa. Se lo impiden por presunto kirchnerista y no por presunto corrupto. Los medios ponen el micrófono ahí porque el indignado, en tanto víctima, siempre tiene la razón. El indignado es un sujeto político propio de la posmodernidad y suele ser amplificado por el periodismo porque un salame enojado será noticia ante un millón de ciudadanos silenciosos. El indignado grita. No pide cambio estructural. A veces tiene razón, claro. Pero persigue una agenda propia. La indignación es una moral. No una política.

Pero días antes se amplificaba un fenómeno que no es novedoso: la toma de tierras. Quienes lo defienden invocan a Evita. Pero donde hay necesidad debería nacer un derecho y no un delito. Del mismo modo que del destino universal de los bienes y de la función social de la propiedad no se sigue que cualquiera se pueda apropiar de terrenos privados o del Estado. Sí podría exigírsele al Estado un plan de viviendas como el que lanzara Perón en su momento; sí podemos exigirle créditos, políticas de inclusión pero hay ciertos sectores que siempre son generosos con la propiedad ajena; sectores que entienden que el solidario siempre es (y debe ser) el otro como si el tener supusiera alguna culpabilidad. Si el indignado siempre tiene razón para las perspectivas de derecha, hay cierto romanticismo de la izquierda y de sectores populares en torno a la pobreza: el pobre siempre tiene razón. Y la verdad que no es así. ¿Por qué debería ser así? Por supuesto que eso no implica que el Estado y la comunidad arroje al pobre a su suerte pero no hay en la pobreza una moral superior.

Caída en desuso la facultad de argumentar y expuestas las razones a un mercadeo nihilista en el que todo se puede decir y donde a nadie le importa la verdad, lo único que se busca son identidades previas y esenciales que nos adelanten quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Si sos de derecha y el policía mató al ladrón no importa cómo lo haya hecho. Está bien y vamos a defenderlo: Chocobar presidente. Uno menos. Si sos de izquierda o popular progre la policía es siempre mala y el único problema de la Argentina es la violencia institucional. Berni malo porque es cana y hace todo por parecerlo.

Ya nadie pregunta por las razones ni por los hechos. Se pregunta “¿usted qué es?”. La respuesta a esa pregunta acciona toda una cadena de asociaciones para saber en qué lugar nos tenemos que poner. Saber qué es usted me va a permitir reconocer si lo que dice es verdad y si yo estoy con el bien. No importa qué diga. Solo importa lo que usted es así que haga todo lo posible por demostrarme qué es, sea hablar de determinada manera, usar un pin alegórico o un corte de pelo. ¿Usted es indignado? ¿Es pobre? ¿Es minoría? Los diferentes marcos ideológicos tienen una etiqueta para que usted se sienta parte o perseguido. La utopía del mundo cosmopolita y globalizado donde todos estamos comunicados y formamos parte del mismo universo moral, devino una infinita masa atomizada de fragmentos irracionales, individuos que incluso siguen fragmentándose en sí mismos buscando alguna esencia donde agarrarse y donde poder exigir algo. Si ya no hay Dios que haya identidad.

¿Y el Estado? Otra fragmentación. Ministerios y secretarías que juegan su carrerita, donde tener poder es capacidad de lobby, contratos y kioskos. Se confunde más Estado con más empleados; la “eficiencia” devino una virtud de gente mala. La meritocracia es liberal y por eso hay que criticarla (pero cuando quiero que me suban el sueldo exhibo mis méritos, claro).

Hay países donde el Estado ni siquiera será capaz de imponer a la ciudadanía que se vacune. Y más allá de los delirantes antivacunas, personas que se precian de ser más racionales juegan a la geopolítica de ideología chiquita determinando qué vacuna se van a poner en función del país de origen. Allí también operan esencias y morales: si es Oxford es buena. Si es China y es Rusia es caca mala. Nadie sabe un carajo de vacunas ni de estándares pero por suerte podemos determinar qué debemos hacer con solo mirar la procedencia.

Pero hay algo peor porque no es solo un problema fáctico; no es que los Estados sean incapaces de lograr una vacunación masiva sino la asunción de los propios Estados de que carecen de la legitimidad para imponer algo. Y no hablo solamente de aquellos Estados de culturas sajonas y protestantes de tradición liberal, por cierto.

Y alrededor de esto, a su vez, la descomposición. Efectivamente, porque a los hechos ya mencionados en los que el Estado es impotente ya que no logra que alguien pueda ingresar a cumplir la prisión domiciliaria en su hogar ni puede resolver el problema de las tomas, le podemos sumar la policía que protesta rodeando la vivienda del gobernador y del presidente, un intendente que desoye la política sanitaria nacional y provincial, y una inmensa cantidad de bobos tomando cerveza en Palermo o en Ramos Mejía como si lo que les impedía salir fuera una cuarentena y no un virus. Pero, frente a eso, nada. Nada se hace y nada parece que se pueda hacer. Por supuesto que no hay que dejarse llevar por esa figura retórica de la sinécdoque por la cual una parte aparece como representativa del todo. No hay que caer en esa trampa. Todos estos focos de descomposición amplificados tampoco son “la realidad”. Pero sin duda se trata de ejemplos espantosos para el resto de la sociedad: ¿Cómo elaborará lo que está ocurriendo quien crea que es la ley y no las turbas de derecha y de izquierda las que tienen que determinar las responsabilidades y los castigos? ¿Qué piensa el que se rompió el orto laburando para comprar un terreno o el que no se metió en el crédito UVA y sigue alquilando porque se dio cuenta que eso terminaba mal y ahora se entera que el gobierno ayudó y va a ayudar a los que sí lo hicieron? ¿Y qué del ciudadano medio o todo aquel laburante que perdió poder adquisitivo cuando ve que rodear la casa del presidente y el gobernador redunda en una negociación exitosa y no tiene ninguna consecuencia penal?

Por último ¿cómo se siente el que respeta la ley o el que creyó en la palabra de los gobiernos que le decían que no se puede salir, que la vuelta se puede dar hasta 500 metros, o que tiene que fijarse el último número del DNI para no sé qué carajo. En cuestión de semanas pasamos de los “gobiernos de la vida” al “se abre todo y cuídense”. Quizás esté muy bien pues de hecho no hay comunidad posible sin responsabilidad individual pero quiero hacer hincapié en el discurso paradojal y en esa sensación incómoda que se le plantea al que cumple la ley e intenta hacer las cosas bien cuando se mira al espejo y le surge una pregunta. Se trata de una pregunta que, como no podía ser de otra manera en estos tiempos, apunta a la identidad, o al menos a un estado del ser; una pregunta a la que yo he respondido afirmativamente y que en este momento se la puedo reformular a usted que está angustiado: ¿No se siente, como mínimo, un tremendo pelotudo?

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