"Un perro, un hombre, un abismo"
relato

Una pareja conversaba, discutía, conversaba, discutía, estacionados en Dean Funes y Humberto Primo, de la Ciudad de Buenos Aires; estaban en su mundo. Con los problemas cotidianos, controversias sobre cómo educar mejor a sus hijos, con sus propias crianzas disímiles a cuestas. Planeaban sus futuras vacaciones, eso era un tema por demás complicado de por sí, en un país con pocas garantías económicas. En cualquier otra parte del buen mundo, ese sería un tema  doméstico más. Solo se debería consensuar el lugar correcto para descansar y pasarla bien, y eso sería todo. En cambio, en Argentina, eso conllevaría a tener que dejar de realizar otros sueños por delante.

Ahí estaban ellos, en su burbuja, cuando un hombre de mirada triste se la pinchó al arrimarse por la ventanilla del auto de la pareja, con un “disculpen”, ahí empezó un sinfín de alegatos que las dos personas del habitáculo no llegaron a escuchar en un primer momento, pero que el señor de mirada cabizbaja seguía insistiendo en dispensarse por haber insultado vaya a saber qué cosa.

El matrimonio, eso eran un matrimonio, con dos hijos, lo miró sorprendido, y le dijo: Tranquilo hombre, no escuchamos nada en lo absoluto. Me disculpo otra vez, suplicó el hombre melancólico. No era mi intención hablar en voz alta contra ese perro, cuando ni siquiera ese perro es el problema, sino sus dueños, aclaró. Es más, amo a los perros prosiguió. No hay problema, le volvieron a decir los no tortolitos. Yo insisto, dijo el hombre y tosió con tos perruna. Y con la mirada llena de lágrimas, retrocedió unos pasos, lloriqueó, y se volvió a acercar. Van a creer que estoy loco, pero no lo estoy, protesté en voz alta, porque no sabía que había gente en el vehículo. Otra vez le explicaron que nada vieron, que nada escucharon. Pero el hombre, de anteojos corroídos, de dentadura abandonada, se disculpó. No se haga problema, le dijeron. Todos putean, no se haga drama.

La mujer se quedó pensando y le dijo: ¿De qué perro usted está hablando? Él, un poco fastidioso le dijo: De uno. Ella arremetió,  Pero acá arriba no hay ninguno. ¿Es usted de ese edificio? ¿O tiene problema con el dueño del perro de ese inmueble? No, ¿por qué lo pregunta?, le contestó el señor, ya con cara de qué me está hablando. Le pregunto, le dijo la señora, porque mi hijo está ahí, y lo estamos esperando. No, nada que ver, le retrucó. Pero no entiendo insistió ella, no escuché ladrar a ningún perro, ni vi a nadie asomarse. Él cambió la conversación. Era como que no quería dar a conocer el conflicto entre la vecindad, a la cual no pertenecía el dúo.

Ya no se sabía si el perro era perro, si vivía en ese departamento antiguo él o el can, si el dueño era un maltratador de animales o si el animal lo maltrató al hombre tristón, si el animal era el perro o su dueño era el animal. Si es que existía animal o dueño, ya esa era la cuestión.

Gracias, dijo el hombre y se volvió a correr, al instante otra vez se sostuvo de la ventanilla, y la pareja se lo quedó mirando. ¿Sí?, ¿Qué le ocurre hombre?, le preguntaron al unísono. Es que estoy triste, muy triste, y se largó a sollozar. La mujer que era muy compasiva, le hizo el aguante, no podía ver un ser humano desarmándose, quería volverlo armar de alguna u otra forma. Tengo EPOC le dijo, sabe lo que es, estoy muy mal. El marido de la mujer, le preguntó: ¿Fumó mucho? 

Sí, 30 años, le contestó, ahora me la tengo que aguantar, pero no es fácil. Cinco internaciones pasé. Estuve al borde de la muerte. La señora arremetió, antes de dejarlo pensar, y que siga llorando: ¡Pero hombre, Dios lo quiso vivo, y aquí está! Fíjese en Cacho Castaña, el cantautor, que es como los gatos, tiene 7 vidas o más. Usted debe ser un caso igual. Y además dejó de fumar hace 7 años. ¿No lo acaba de decir? Sí, es verdad, dijo él. Obvio que la voy a seguir peleando, y daré batalla, aunque el daño hecho por fumar, hecho está, no se vuelve atrás de eso. Sí es así, se alentó asimismo. Y hay que pelearla hasta el final, agregó ella.

En eso, el marido, que era un metedor de pata oficial, comentó: Bueno, está el caso de mi papá que fumó hasta morir, y el de mi suegro (la mujer disimuladamente le pegó un codazo), pero el esposo siguió hablando.  El hombre preguntó: ¿Murió su suegro? Y ella, rápidamente, dijo: Pero mi padre no tenía EPOC, más barro en lo embarrado. El individuo contestó: ¿Murió de cáncer? Sí, dijo la mujer. Silencio profundo.

Ella continuó hablando de la exquisitez de los temas de Cacho. El personaje en cuestión, habló de que él tiene la escuela de Cacho, la de la vida, que lo admira como personalidad. Y ella le sacó la ficha enseguida, y le nombró a Joaquín Sabina, hombre de mundo si los hay. El hombre más entusiasmado que nunca, empezó a divagar por el mundo del rock, y contó que era baterista, que había tocado en bandas, que le apasionaba la música. Y que era un chico malo como los cantantes antes mencionados.

El conductor sin darse por enterado de lo que escondía su admiración por esos hombres, le nombró a un grande del rock como Gustavo Cerati. Lástima que se arruinó la vida consumiendo droga, eso le pudo haber causado el ACV que lo mató, era un grande, una gran pérdida para la música. Sin quererlo, el marido de la mujer, otra vez hizo su intromisión, no por maldad alguna, sino por no pensar en lo que estaba diciendo.

Tu suegro te hubiese dicho que te dediques a la proctología y no al comercio, susurró despacito la mujer. La esposa, otra vez, como si supiera, porque casi todo lo sabía, le acomodó otro codazo, porque presintió que podía haber herido susceptibilidades. El hombrecito, que se había corrido un par de metros, volvió a asomarse, y dijo en voz alta: Sí, lo reconozco, probé de todo, tengo calle, escuela, vida, y acá estoy. 30 años de whisky, faso y marihuana, 25 de cocaína, y mal no me fue. La heroína no la probé porque le temo a los pinchazos. Lástima lo del pulmón. Si no fuera por eso, acá estoy, genial (lo de genial era su propio deseo, no lo que se podía observar, con su tos persistente y constante, su aspecto corroído, eso sí con unas vivencias dignas de escuchar, un ser muy  interesante).

La señora absorta, pero comprensiva, le dijo: Se nota todo el camino recorrido, la sapiencia; es un gusto escucharlo. Cómo es su nombre, nunca se lo hemos preguntado. Roberto, contestó. ¿Roberto?, preguntó el marido, como Roberto Sánchez, Sandro, un grande. Otro que el cigarrillo lo llevó lejos, qué pena, no hay que fumar. Tercer codazo.                             

Los autos pasaban, la gente deambulaba de aquí para allá, pero nadie se detenía ni observaba. Un día laboral más para todo el mundo y para ellos también. Las preocupaciones cotidianas, el aumento de las cosas, el dólar, el riesgo país, los tarifazos, la plata que cada vez alcanzaba para menos, el devenir, el futuro, el bienestar de los hijos, de los padres, de la familia. Las cosas abandonadas en un umbral del pasado. Las frustraciones, los problemas de los parientes, las próximas fiestas, los objetivos no cumplidos, las ambiciones postergadas, vivir sin pausas, apresurados, sin disfrutes plenos. Solo reproches, nunca mirar el medio vaso lleno, siempre llorar por la leche demarrada. Correr siempre para no quedar fuera del sistema.

Pero mal de muchos, a veces, es consuelo de tontos, y ni siquiera consuelo, más bien empatía. Es el acto de sentir que la miseria ajena puede tocarnos el corazón. Y si no se puede ofrecer ayuda material al prójimo, al menos, el regalarle tiempo, a través de un oído atento, vale doble. No cuesta nada, con tan poco se puede hacer mucho. Ofrecer un leitmotiv a un errante, para que la siga peleando, y para que al menos, por un rato, sienta que la vida no fue del todo miserable con su persona, ahora degradada a canino.                             

La mujer siguió indagándolo, sabía que dentro de ese ser tan errático, de vida narcotizada, algo más se escondía, y quería develarlo. Quería encontrarle algo bueno, al "chico malo" como se llamó a sí mismo en varias oportunidades de la charla. Su objetivo era que percibieran que había estado en aquellos mundos irreales, llenos de prosodia subterránea, en la que solo privilegiados pueden entender y disfrutar.

Ella le preguntó, de qué trabajaba, le dijo que era inspector, habló de epidemiología, de  controlar ingresos y egresos de gente que viaja al exterior, del centro de vacunación debajo de la autopista que te inmunizan contra la fiebre amarilla por ejemplo, de décadas al servicio de la Salud. Otra vez la nostalgia profunda. Fijate qué paradoja, yo, inspector de sanidad y estoy hecho percha. Otra vez se largó a gimotear, mientras tosía y se sonaba la nariz. No paró de hacerlo. Era incómodo para esta gente, que trataba de no respirar cada tosida que vertía por la ventana.

Bueno, le agregó ella, hay que cuidarse, zafaste de cinco internaciones, por algo será, sos un hombre joven (59 años, aunque parecía muchos más). Ahora a pelearla. Sí, sí. Gracias, gracias. Son bendecidos. Me levantaron el ánimo, ojalá existan más personas como ustedes.

Vamos buen hombre, arriba no se deprima, agregó el marido de ella. Bueno, no los molesto más, ya lo hice por buen rato. Suerte, es un tipo genial, especial, de esos dignos de escuchar le dijeron ambos. Roberto le sostenía a ella la mano, mientras le seguía agradeciendo.

En eso camina dos metros, pero vuelve, ¿No van a creer que estoy loco?  No, Roberto, ya le dijimos que no, tranquilo. Gracias, gracias. Es que como me vieron hablando solo, yo no me di cuenta que ustedes estaban ahí.  Sino no hubiese puteado, es que a veces hablo solo para desahogarme. Volvieron a decirle, Todos puteamos de alguna u otra manera, hasta el gran Enrique Pinti lo vive diciendo en todas sus obras, cuando  nos golpeamos el dedo del pie contra la mesita de luz, no decimos más que la puta madre…Tranquilo hombre. No, pero no quiero que mal interpreten. Es que estoy muy mal, y otra vez sollozó. No se haga tanto problema por lo que los demás van a pensar de usted, tiene que vivir sin tantos prejuicios, dijo ella. Relájese y que el mundo piense lo que quiera pensar. Sea feliz. Bueno, ahora sí, no los molesto más, un gusto, son tan buenos, gente hermosa, me voy, adiós. Adiós, le respondieron, que tenga buena vida.

El hombre se marchó despacio hacia avenida San Juan, poco a poco lo perdieron de vista. Se fue con su andar denso, su tufillo a alcohol marcando su huella, hasta que no se divisó más. Muy lejos no podía haberse ido en ese estado.

Al rato, el hijo del matrimonio salió del edificio en cuestión, se subió al auto y arrancaron. Sus progenitores le empezaron a contar la historia de Roberto. ¿Y quién es Roberto? preguntó, mientras el padre del adolescente, el marido de ella, empezó a transitar hacia Avenida San Juan despacio para ver si veían al hombre del posible no perro, para que su hijo lo conozca.

En eso, ella lo ubicó, el marido de ella también, el vehículo no se detuvo, prefirieron huir, fue muy acongojante verlo ahí, entre dos contaneirs de basura, hablando solo, mirando hacia ningún lugar, seguramente puteando a la vida por haber sido tan miserable con su existencia o por no haberle obsequiado herramientas para poder decirle "no" a las debilidades del camino.

Tal vez en ese instante, cuando ellos pasaron, él podría haber estado echándole la culpa de sus pesares a algún otro perro ficticio o al supuesto dueño de ese hipotético can que posiblemente bajo su creencia  podría estar habitando en algún lugar desconocido de su imaginaria irrealidad.

La cuestión de “saber que el perro sea perro y nada más” a quién debiera importarle más que a él mismo. Si fuese real o imaginario todo en la vida de Roberto, el chico malo, a esta altura a quién debiera incumbirle más que al mismísimo Roberto.

Por qué no permitirle a los demás tener sus propias creencias, sus realidades paralelas, sin señalar con el dedo acusador, sin siquiera haberse puesto por un rato en sus zapatos, para sentir el dolor de las piedras que quedaron incrustadas en sus suelas, que a cada paso recuerdan las marcas de cada herida, de cada caída, de cada esfuerzo por volver a ponerse de pie a pesar de los pesares. Tal vez, él quiera olvidar sus marcas, sus pisadas erróneas. Pero muy dentro de sí, sabe que no podrá volver atrás jamás,  que el aire falta, que sus piernas están cansadas. Y, ahí, en el ocaso de su historia, tal vez prefiera creer que hasta él mismo es producto de su excéntrica creación, para así poder seguir viviendo más allá de su propia existencia caduca.

Aquel día, el auto a toda marcha se alejó de ese lugar,  el marido de la mujer  tomó por la autopista rumbo a la zona sur del conurbano bonaerense,  mientras marchaban no podían dejar de hablar de él, de hacer suposiciones, quedaron con un sinsabor amargo al recordar ese raro encuentro. Quizá ya nunca más lo vean otra vez, pero siempre se preguntarán qué fue del  lunático hombre del  perro  que quiso descolgar el sol.    

Fuente: https://andrea-sigal.blogspot.com/

 

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