La estructura social capitalista se consolida en 1770 con la primera Revolución Industrial.
Se basa en un sistema productivo que cambió radicalmente la forma en que los seres humanos habían resuelto la producción de bienes y servicios durante los 7 millones de años que llevan en su evolución.
Esa producción siempre había utilizado energías renovables para producir en la cantidad justa que necesitaban las poblaciones en cada lugar del mundo, por medio de personas que trabajaban manual y artesanalmente, y se complementaban y ayudaban entre ellas. Producían para que sus objetos fueran usados por sus semejantes durante el mayor tiempo posible. Los que producían eran absolutamente semejantes a la población con que convivían.
El ritmo de la producción y el tiempo de uso de los objetos se ajustaban a las condiciones que la propia naturaleza les proponía en cada geografía. Es decir, según las condiciones ambientales y antropológicas naturales.
El nuevo sistema de producción que aparece en Inglaterra se basa en energías no renovables y erosivas de la naturaleza, primero la del vapor en 1770 y luego la electricidad en 1860, utiliza maquinarias y tecnología que producen mucho más de lo que las poblaciones necesitan, y los nuevos empresarios ya no se complementan solidariamente entre sí, sino que compiten cada vez más agresivamente para sobrevivir y crecer apoderándose de espacios cada vez más grandes de los mercados en cada rubro.
La maquinaria cada vez más sofisticada produce cada vez más cantidades en un período de tiempo cada vez menor y permite mayores ganancias y un crecimiento progresivo del tamaño y el poder económico y político de las grandes corporaciones internacionales.
A partir de las primeras décadas del Siglo XX, esas corporaciones industriales producían un volumen de productos que las poblaciones de la época no podían absorber. Por esa razón en la década de 1920 generan el marketing como una forma de estimular artificialmente y manipular a las poblaciones a través de la publicidad y los grandes centros comerciales, y acostumbrarlos a que se descarten de los objetos comprados mucho antes de que éstos dejen de cumplir la función para la que habían sido producidos. Este proceso es conceptualizado por el economista estadounidense James Rifkin como “el evangelio del consumo”.
Así aparece lo que hoy se llama consumo, que se diferencia radicalmente del tradicional uso en que el consumo consiste en el descarte cada vez más rápido de la cosa adquirida, para acceder a otra que se presenta como mejor. La cuestión es que si las poblaciones no compraban al ritmo creciente en que las corporaciones producían se acababa el negocio de las corporaciones industriales, y con ellas el sistema capitalista predatorio.
El evangelio del consumo, instalado por la publicidad, fue la estrategia que transformó la subjetividad artesanal y ahorrativa del ciudadano estadounidense de principios del Siglo XX, basada en la producción casera de los alimentos y la vestimenta con insumos comprados en los almacenes de ramos generales (como se evoca en series televisivas como La Familia Ingalls o Dr Queen, que se pueden ver en youtube), o la subjetividad de la familia de Mafalda en la Argentina de 1960, en la subjetividad del comprador compulsivo de fines de siglo. Así pasamos de la subjetividad del ciudadano a la del consumidor.
Este es el contexto socioeconómico y político dentro del cual se van a definir los tiempos y los ritmos que el liberalismo económico va a imponer al sujeto humano a partir de principios del Siglo XX.
Un punto clave para dimensionar el impacto de la producción, el consumo y el marketing sobre la subjetividad de las personas es la instalación del cambio como valor social supremo.
El sujeto/ciudadano valoraba las tradiciones que sus ancestros habían construido durante siglos, y que sostenían la comunidad, los valores, ideales y códigos de convivencia compartidos por las poblaciones en cada lugar del planeta, y que consolidaban a su vez las redes de solidaridad y contención entre las personas frente a cualquier contingencia que pudiera suceder.
Los roles sociales eran ciertos, definidos y estables y daban seguridad a las personas en el plano individual y social. Con todas las críticas y salvedades que se les pueden hacer con el diario del lunes de 50 o 100 años después, los roles de ciudadano, mujer, hombre, padre, madre, hijo, docente, alumno, médico, brujo, jefe de la tribu, anciano, etc. etc., estaban claros y precisos y cambiaban al ritmo de las necesidades y los tiempos del universo social y cultural de cada colectivo.
Esto quiere decir que había un Pasado presente a través de las tradiciones, códigos y valores construidos y compartidos por los grupos sociales a lo largo de su historia, y por lo tanto un Futuro previsible que permitía disfrutar el Presente sin sobresaltos ni ansiedades.
El nuevo sistema industrial/comercial que sostiene a la estructura social que impone el liberalismo económico requiere la instalación del cambio como valor social predominante y a la vez erosionar las tradiciones que funcionaban como soporte de las personalidades, identidades y subjetividades de las poblaciones, que hasta avanzado el Siglo XVIII hacían del trabajo una práctica natural para sostener el buen vivir y prever un ahorro mínimo para enfrentar eventuales tiempos difíciles.
El sistema liberal en cambio requería que las personas trabajaran lo más posible para ganar el mayor volumen de dinero para comprarle al sistema industrial comercial los productos que producía en forma creciente.
Las tradiciones sociales eran (y son) las barreras más fuertes a la penetración del evangelio del consumo indiscriminado que el nuevo sistema productivo requería para su supervivencia y su desarrollo.
Era necesario instalar el cambio como valor predominante, y la idea de que lo mejor es lo nuevo, que siempre está por venir. Un presente permanente que no se sostiene en el pasado sino en la posibilidad de acceder y mantener un estilo de vida superador que el mismo presente promete a través del acceso a los bienes de consumo más novedosos y sofisticados que se deben comprar ya.
Es como una zanahoria que te mantiene hipnotizado surfeando la ola. Y los medios masivos de información han sido la herramienta más efectiva para generar la hipnosis de segmentos cada vez más amplios de la población.
El nuevo sujeto consumidor debe estar preparado, acostumbrado y dispuesto a cambiar. De objetos y de relaciones. De trabajos, barrios, amistades y hasta parejas.
Las cosas no se arreglan, no vale la pena. Ya ni siquiera hay posibilidad de arreglar la mayoría de las cosas que compramos.
Lo que no cambia es antiguo, es viejo, está superado y además… me aburre. El que se resiste al cambio es anacrónico y queda fuera del juego social.
La identidad se logra a través de los bienes y servicios a los que puedo acceder. Valgo por lo que tengo.
La producción y el consumo imponen los tiempos y los ritmos sociales dentro del universo capitalista. Los tiempos de la producción son cada vez más acelerados y los tiempos del uso y disfrute de los bienes son cada vez más cortos.
Este proceso de cambio es cada vez más progresivo y está absolutamente divorciado de las posibilidades de adaptación del ser humano. El sujeto debe adaptarse al ritmo que imponen la producción y el mercado.
Entre 1800 y 1900 el ritmo del cambio forzado por las reglas de la economía liberal incentivó el malestar de las poblaciones, que sufrían el desajuste entre los tiempos naturales, biológicos y sociales y los tiempos y las nuevas prácticas que empezaba a imponer en la vida cotidiana el sistema industrial comercial.
Este desajuste está muy bien reflejado para 1936 en la película Tiempos Modernos, del genial Charles Chaplin.
En un plano sociológico la ansiedad creciente en la población se produjo como consecuencia del desajuste entre los ritmos de vida y de cambio regidos por la naturaleza y las tradiciones históricas y culturales, y los ritmos artificiales y acelerados que empezaba a imponer el sistema industrial.
La ansiedad, desde una perspectiva sociológica, aparece entonces como un producto del no saber cuánto va a durar y cómo evolucionará ese desajuste.
Para la segunda mitad del Siglo XX se hizo evidente que el cambio era una condición permanente del sistema. Empezaba a percibirse que lo único seguro era que las cosas iban a seguir cambiando. Lo que nadie podía anticipar era para dónde lo harían.
Esto generó que a la ansiedad se sumara la incertidumbre, que sociológicamente es la falta de una certeza mínima y razonable en relación al futuro. El futuro personal y social se hacía cada vez más incierto.
La ansiedad, potenciada por la incertidumbre, generaron en amplios sectores de la población la emergencia de niveles crecientes de angustia, definida desde una perspectiva sociológica como la fuerte sensación de no poder hacer frente a la sobredemanda del presente y a las exigencias de un futuro impredecible, acompañado del miedo que esto produce en el sujeto social.
Para fines del Siglo XX los niveles de ansiedad, incertidumbre y angustia de las poblaciones urbanas ya se mostraban como crónicas, es decir permanentes y además en crecimiento, produciendo un desgaste que se tradujo en la escalada de los niveles de stress y depresión social.
A los trastornos de ansiedad generalizada se suman en las últimas décadas como emergentes sociales el ataque de pánico, los accidentes cerebro vasculares, los ataques al corazón y la muerte súbita entre otras enfermedades psico sociales.
Todo este proceso se vio acompañado por guerras mundiales, guerra fría y guerras diseminadas por el mundo, generadas por los intereses de las grandes corporaciones en su enfrentamiento salvaje por el carbón y la hulla, y luego por el petróleo y el gas, que exterminaron decenas de millones de personas.
También por una enorme concentración del poder y la riqueza en manos de las elites empresarias en cada país y de las corporaciones que imponen sus reglas dentro del sistema neoliberal globalizado. Y del empobrecimiento de la mayor parte de las poblaciones, presas del saqueo en todas las regiones del mundo globalizado, cada vez más violento, agresivo y peligroso.
Ante este estado de cosas la cuestión es ¿cómo hacer para empezar a salir de esta situación tan complicada, que se generó hace sólo 250 años?
La perspectiva psicoanalítica nos permite entender y asumir nuestra realidad interior, que en un alto porcentaje de la población está sumamente complicada.
Y eventualmente nos permite acceder a un apoyo profesional que nos ayude a transformar positivamente nuestra propia vida interior, que se va a reflejar en la mejora de nuestras relaciones con nuestro mundo social inmediato.
La perspectiva sociológica nos permite entender y asumir que la realidad exterior, en la forma actual del sistema político y económico neoliberal, es el caldo de cultivo por excelencia del malestar que cotidianamente experimentamos en la vida socioeconómica, política y cultural. Y que eventualmente, si queremos transformar esa realidad debemos participar políticamente y en forma activa en la batalla cultural, en cada lugar donde desempeñemos cualquier tipo de actividad, siempre sin correr riesgos inútiles. No hacen falta héroes que se inmolen, sino ciudadanos inteligentes, conscientes e informados.
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