La curiosidad
La tierra es plana, las vacunas no sirven para nada, los índices económicos se desploman pero vamos bárbaro. Ludovica Squirru es más influyente que un científico del CONICET. No importan las pruebas médicas, las mediciones astronómicas, las experiencias cotidianas.
¿Y qué decir de los diversos poderes judiciales que nos aquejan, donde las pruebas se han tornado irrelevantes?
Parece ser que los hechos, que la comprobación empírica, que el método científico han pasado al olvido.
La posverdad nos invade y atraviesa en todos los ámbitos. Estamos substituyendo la realidad por su imagen deformada o directamente falsa. Y a veces ni siquiera eso, a veces por la opinión de alguien acerca de la imagen mentirosa.
Hay demasiada información. Noticias instantáneas. Las famosas “breaking news” Curioso que se llamen “breaking”, Break es romper, quebrar. Nadie corrobora nada, nadie verifica.
La lucha por la atención degradó la calidad. Es más importante tener muchos “clicks”, muchos “me gusta”, muchos “retwetts” que tener fuentes sólidas y hechos comprobados. Se apela a los sentidos y a las emociones. Se lanzan mensajes diseñados para reafirmar nuestras creencias sin importar su certeza.
¿Es esto el final de una forma de civilización? Tal vez. En todo caso parece el final de una forma de relación de las personas con lo real, lo concreto, lo comprobable.
El avance de las tecnologías de la información y las comunicaciones ha sido abrumador en lo que va del siglo 21. La cantidad de información que se produce actualmente en un año, es mayor que toda la acumulada por la humanidad a lo largo de su historia.
¿Quién o qué vendrá en nuestra ayuda para que podamos salir de esta situación que nos supera?
Nosotros mismos, valiéndonos de la herramienta más poderosa que tenemos y que ha evolucionado durante millones de años: nuestro cerebro.
Un comentario un poco al margen: la expresión “inteligencia artificial” fue acuñada en 1956. ¿Cuantos milenios de ventaja le lleva la “inteligencia natural”, es decir, la nuestra?
Tal vez debamos entrenar un poco nuestro cerebro. Enredados como estamos, en los diversos problemas cotidianos que se incrementan y nos angustian, a veces se hace difícil detenerse a pensar.
Creo que debemos empezar por rescatar al niño curioso que alguna vez fuimos y permitirnos rescatar las preguntas básicas, esenciales: ¿Y por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién?
¿Qué pasa? ¿Tenemos la curiosidad adormecida? ¡A despertarla urgente entonces! ¡Volvamos a jugar!
En base a esas pocas preguntas es que los humanos llegamos hasta acá.
No podemos pretender tener respuestas si no nos hacemos las preguntas.
Eso fue lo que hizo, precisamente, un escritor llamado Bill Bryson, cuando se dio cuenta de que no sabía absolutamente nada del planeta en el que había nacido, del único que iba a habitar en su vida: este.
Para festejar el despertar de su curiosidad voy a leerles un fragmento de la introducción del libro que escribió, después de tres años de hacerles un montón de preguntas a un montón de científicos y técnicos de las disciplinas más diversas.
Creo que puede servirnos para ponernos en contexto: somos insignificantes animales vagando sobre una mota de polvo cósmico, pero somos, al mismo tiempo, excepcionales.
Tal vez con esto incentive a alguno a hacerse preguntas.
Tal vez alguien se haga la pregunta adecuada.
Tal vez alguien encuentre una respuesta.
Vale la pena intentarlo.
Vamos ahora a Bill Bryson, que en su libro Una breve historia de casi todo, nos dice:
“Bienvenido. Y felicidades. Estoy encantado de que pudieses conseguirlo. Llegar hasta aquí no fue fácil. Lo sé. Y hasta sospecho que fue algo más difícil de lo que tú crees. En primer lugar, para que estés ahora aquí, tuvieron que agruparse de algún modo, de una forma compleja y extrañamente servicial, trillones de átomos errantes. Es una disposición tan especializada y tan particular que nunca se ha intentado antes y que sólo existirá esta vez. Durante los próximos muchos años -tenemos esa esperanza-, estas pequeñas partículas participarán sin queja en todos los miles de millones de habilidosas tareas cooperativas necesarias para mantenerte intacto y permitir que experimentes ese estado tan agradable, pero tan a menudo infravalorado, que se llama existencia. Por qué se tomaron esta molestia los átomos es todo un enigma. Ser tú no es una experiencia gratificante a nivel atómico. Pese a toda su devota atención, tus átomos no se preocupan en realidad por ti, de hecho ni siquiera saben que estás ahí. Ni siquiera saben que ellos están ahí. Son, después de todo, partículas ciegas, que además no están vivas. (Resulta un tanto fascinante pensar que si tú mismo te fueses deshaciendo con unas pinzas, átomo a átomo, lo que producirías sería un montón de fino polvo atómico, nada del cual habría estado nunca vivo pero todo él habría sido en otro tiempo tú.) Sin embargo, por la razón que sea, durante el periodo de tu existencia, tus átomos responderán a un único impulso riguroso: que tú sigas siendo tú. La mala noticia es que los átomos son inconstantes y su tiempo de devota dedicación es fugaz, muy fugaz. Incluso una vida humana larga sólo suma unas 650.000 horas y, cuando se avista ese modesto límite, o en algún otro punto próximo, por razones desconocidas, tus átomos te dan por terminado. Entonces se dispersan silenciosamente y se van a ser otras cosas. Y se acabó todo para ti. De todos modos, debes alegrarte de que suceda. Hablando en términos generales, no es así en el universo, por lo que sabemos. Se trata de algo decididamente raro porque, los átomos que tan generosa y amablemente se agrupan para formar cosas vivas en la Tierra, son exactamente los mismos átomos que se niegan a hacerlo en otras partes. Pese a lo que pueda pasar en otras esferas, en el mundo de la química la vida es fantásticamente prosaica: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, un poco de calcio, una pizca de azufre, un leve espolvoreo de otros elementos muy corrientes (nada que no pudieses encontrar en cualquier farmacia normal), y eso es todo lo que hace falta. Lo único especial de los átomos que te componen es que te componen. Ése es, por supuesto, el milagro de la vida. Hagan o no los átomos vida en otros rincones del universo, hacen muchas otras cosas: nada menos que todo lo demás. Sin ellos, no habría agua ni aire ni rocas ni estrellas y planetas, ni nubes gaseosas lejanas ni nebulosas giratorias ni ninguna de todas las demás cosas que hacen el universo tan agradablemente material. Los átomos son tan numerosos y necesarios que pasamos con facilidad por alto el hecho de que, en realidad, no tienen por qué existir. No hay ninguna ley que exija que el universo se llene de pequeñas partículas de materia o que produzcan luz, gravedad y las otras propiedades de las que depende la existencia. En verdad, no necesita ser un universo. Durante mucho tiempo no lo fue. No había átomos ni universo para que flotaran en él. No había nada…, absolutamente nada en ningún sitio. Así que demos gracias por los átomos. Pero el hecho de que tengas átomos y que se agrupen de esa manera servicial es sólo parte de lo que te trajo hasta aquí. Para que estés vivo aquí y ahora, en el siglo 21, y seas tan listo como para saberlo, tuviste también que ser beneficiario de una secuencia excepcional de buena suerte biológica. La supervivencia en la Tierra es un asunto de asombrosa complejidad. De los miles y miles de millones de especies de cosas vivas que han existido desde el principio del tiempo, la mayoría (se ha llegado a decir que el 99 %) ya no anda por ahí. Y es que la vida en este planeta no sólo es breve sino de una endeblez deprimente. Constituye un curioso rasgo de nuestra existencia que procedamos de un planeta al que se le da muy bien fomentar la vida, pero al que se le da aún mejor extinguirla. Una especie media sólo dura en la Tierra unos cuatro millones de años, por lo que, si quieres seguir andando por ahí miles de millones de años, tienes que ser tan inconstante como los átomos que te componen. Debes estar dispuesto a cambiarlo todo (forma, tamaño, color, especie, filiación, todo) y a hacerlo reiteradamente. Esto es mucho más fácil de decir que de hacer, porque el proceso de cambio es al azar. Pasar del «glóbulo atómico protoplasmático primordial» -como dicen Gilbert y Sullivan en su canción- al humano moderno que camina erguido y que razona te ha exigido adquirir por mutación nuevos rasgos una y otra vez, de la forma precisa y oportuna, durante un periodo sumamente largo. Así que, en los últimos 3.800 millones de años, has aborrecido a lo largo de varios periodos el oxígeno y luego lo has adorado, has desarrollado aletas y extremidades y unas garbosas alas, has puesto huevos, has chasqueado el aire con una lengua bífida, has sido satinado, peludo, has vivido bajo tierra, en los árboles, has sido tan grande como un ciervo y tan pequeño como un ratón y un millón de cosas más. Una desviación mínima de cualquiera de esos imperativos de la evolución y podrías estar ahora lamiendo algas en las paredes de una cueva, holgazaneando como una morsa en algún litoral pedregoso o regurgitando aire por un orificio nasal, situado en la parte superior de la cabeza, antes de sumergirte 18 metros a buscar un bocado de deliciosos gusanos de arena. No sólo has sido tan afortunado como para estar vinculado desde tiempo inmemorial a una línea evolutiva selecta, sino que has sido también muy afortunado -digamos que milagrosamente- en cuanto a tus ancestros personales. Considera que, durante 3.800 millones de años, un periodo de tiempo que nos lleva más allá del nacimiento de las montañas, los ríos y los mares de la Tierra, cada uno de tus antepasados por ambas ramas ha sido lo suficientemente atractivo para hallar una pareja, ha estado lo suficientemente sano para reproducirse y le han bendecido el destino y las circunstancias lo suficiente como para vivir el tiempo necesario para hacerlo. Ninguno de tus respectivos antepasados pereció aplastado, devorado, ahogado, de hambre, atascado, ni fue herido prematuramente ni desviado de otro modo de su objetivo vital: entregar una pequeña carga de material genético a la pareja adecuada en el momento oportuno para perpetuar la única secuencia posible de combinaciones hereditarias, que pudiese desembocar casual, asombrosa y demasiado brevemente en ti. “
Juguemos:
Alguno se puso a pensar, alguna vez,
¿Por qué los aviones tardan más tiempo en ir de, por ejemplo, Buenos Aires a San Juan, que de San Juan a Buenos Aires?
¿Alguien me puede explicar por qué vuelan los aviones?
¿Donde están los fósiles de los billones de personas que vivieron en los tiempos arcaicos?
¿Como es que toco una tecla y se enciende la luz? ¿Qué pasa para que eso suceda?
¿Cuando fue que descubrimos que podíamos hacer barcos de hierro sin que se hundieran?
Finalmente: ¿por qué les creemos a personas que no podrían responder ninguna de estas preguntas y que nos dicen, sin ponerse colorados, que la economía crece cuando cae, que hay que comer tierra, que hay que acostumbrarse a vivir en la incertidumbre, que las vacaciones mentales son saludables y mas baratas y que, en definitiva, la culpa es siempre nuestra?
Pensá. Pensemos.
Dejanos tu opinión